Bien, como lo prometido es deuda… aquí estoy. Lunes por la mañana, oficina sin aire acondicionado, montones de papeles sobre la mesa, los teléfonos sonando sin parar… y una sonrisa de oreja a oreja. Supongo que no hace falta que os diga que la quemadura del sábado mereció la pena. No entraré en detalles demasiado íntimos, más que nada para que mi queridísima amiga Pui, que me lee habitualmente y es bastante recatada, no sufra un colapso o decida arrancarse los ojos después de leer un texto que ella calificaría de “espantosa cochinada”; por cierto Pui, gracias por la invitación a la “fiesta pirata”, te tomo la palabra para la próxima, pero este fin de semana el plan era otro: aniquilar el recuerdo de Leandra y todo lo que aún sentía por ella.Después de volver de la playa hice la llamada de rigor a mi asesor sentimental particular. Jaime estaba en casa, feliz porque había vuelto al garito donde nos pillamos el pedo el viernes y allí estaba, abandonado en un suelo lleno de colillas y lapos, su gorro de lana. “Tío, no imaginas el subidón cuando lo vi”, me dijo casi emocionado; después de tantos años de amistad he desarrollado la capacidad de imaginar ese tipo de cosas. Por supuesto, aunque se me pasó por la cabeza, preferí no preguntarle si se había molestado en lavarlo; después de tantos años de amistad también tenía capacidad para imaginar la respuesta.
La cuestión es que Jaime me aseguró que el ya famoso refrán de la mora funcionaba a la perfección pero insistió en que si quería borrar de mi cabeza a Leandra debía hacerlo en el terreno más hostil: la casa que había compartido con ella los últimos tres años. La simple idea de imaginarme con Katia en la cama que aún olía a Leandra me escandalizó y excitó a partes iguales. No sé por qué me empeño en hacerle caso a Jaime, un tipo cuya vida sentimental no es espantosa si no sencillamente inexistente, pero el caso es que me faltó tiempo para avisar a Katia del cambio de planes, preparar una de mis especialidades culinarias, abrir una botella de vino y darme una ducha.
A las diez en punto Katia entraba por la puerta de mi casa. Dos besos, un vino, sonrisas, coqueteo, una ensalada de rúcula con queso feta que ninguno de los dos probó… A las diez y cuarto estábamos en la cama.
Lo cierto es que se notaba cierta necesidad por ambas partes; de hecho pensé que quizás Katia me estuviera utilizando también para borrar la mancha de alguna mora. No se lo pregunté; no hablamos.He dicho que no iba a entrar en detalles íntimos y no lo haré. No es una cuestión de pudor (en el diccionario de un exhibicionista como yo esa palabra no existe), si no de respeto hacia Katia. Sólo diré que después de despedirla en la puerta justo en el momento que empezaba a amanecer, volví a la cama para disfrutar del olor que había dejado en mis sábanas y comenzaba a tapar el de la mujer que había sido propietaria de aquella cama durante tanto tiempo. Me dormí con la voz de la conciencia susurrando algo, pero la oía tan a lo lejos que decidí no hacerle caso.

Cambiando de tema, llevo exactamente tres cuartos de hora intentando escribir algo sobre el partido de ayer y soy absolutamente incapaz. Confieso que no soy ni futbolero ni patriota, con lo cual... me alegro por los que ganan y lo siento por los que pierden. Los empates son mucho más justos siempre, pero qué sería de la condición humana sin la necesidad constante de quedar siempre por encima y aplastar al contrario? En fin, soy de plástico y me gusta empatar; llámenme bicho raro.

Tengo un serio problema con el sol; mi tez clara atrae sus rayos de un modo tan intenso que no hay crema protectora capaz de evitarme el típico color rojizo acangrejado. En fin, que nos divertimos, hablamos, recordamos viejos tiempos de cafetería de facultad, y quedamos para cenar esta noche. Aún no sé si la quemadura ha valido la pena, pero todo parece indicar que sí; ya os contaré. Soy de plástico, pero tengo ganas de follar. Y de olvidar. 


